En tiempos en donde señalar la corrupción ajena es tan fácil como negar la propia, la palabra cobra cada vez más trascendencia en la dinámica social. Pero ¿qué entendemos al nombrarla?
Columna de Federico Mana
Profesor de Filosofía
La palabra “corrupción” proviene del latín y significa literalmente “echar a perder”; por ello lo “corruptible” es todo aquello capaz de perder su integridad, de descomponerse, de dejar de ser pleno en un futuro cercano o lejano.Por
ello es que se contrapone a lo “noble” tal como se señala a los metales
que mantendrán sus propiedades podríamos decir que eternamente.
Es por todo esto que tanto
“corrupto” como “noble” trascienden las fronteras de adjetivación de
elementos materiales para transformarse en valores morales propios; por ejemplo para el pensamiento cristiano evitar la corrupción del alma siempre fue una búsqueda fundamental.
Ahora bien, sabemos
que en la actualidad aplicamos este concepto principalmente al plano
político refiriendo a actos que son contrarios a la ley en donde
funcionarios utilizan su poder para otorgar o quedarse ellos mismos con
beneficios de todo tipo. Sin embargo bajo esta consideración lo
que ha sucedido es que se ha perdido la noción específica del concepto
tomándolo sólo para las altas esferas del poder político-económico pero
obviando su injerencia en las prácticas cotidianas.
En definitiva, ¿hay corrupción en nuestra política porque somos una sociedad corrupta?
Pareciera ser que la respuesta a esta última pregunta es positiva,
aunque también podríamos pensar que es al revés: que si en los planos
máximos de poder no se dieran conductas de este tipo tampoco pasaría
entre los ciudadanos de a pie.
No obstante, más allá de estas
especulaciones, podemos decir que en nuestra dinámica social la
corrupción se ha naturalizado de tal forma que hasta dejamos de
señalarla bajo esta palabra. El “folklore” de buscar ventaja por sobre
los otros, de torcer las leyes en nuestro favor, de aprovecharnos de
“grises” legales para obtener beneficios que de otra manera no podríamos
alcanzar responde la a-crítica incorporación de la lógica corrupta, es
decir, de echar a perder posibilidades de equidad e igualdad entre todos
los ciudadanos y ciudadanas.
En este sentido cabe aclarar que un acto corrupto también ha de medirse por su alcance: sin duda alguna condonar
a una empresa familiar una deuda millonaria hacia el Estado puede traer
muchos más perjuicios a una sociedad que estacionar en doble fila.
De todas maneras en ambos actos rige el germen de la corrupción, el de
incumplir una regla establecida para beneficio propio y perjuicio ajeno.
A raíz de esto es importante señalar que el principio de la
conveniencia responde a un pragmatismo extremo en donde se piensa que el
fin justifica los medios transformándose en lo que mueve a toda persona
a llevar adelante tales actos: el convencimiento moral de que no
importa cómo hago algo si ello me conduce a alcanzar mis objetivos.
¿Quién se encuentra por fuera de este pensamiento?
En
nuestra sociedad actual de hiper-competencia e hiper-consumo pareciera
que todos estamos inmersos en una lógica donde el otro es un escalón,
donde la motivación moral no es pensar a los demás como fines en sí
mismos, sino como medios para obtener lo que cada uno desea. ¿No es esta
una forma de echar a perder nuestra forma de relacionarnos con quienes
nos rodean?
Continuando con esta línea de un pragmatismo llevado
al límite, podemos pensar que si alguien elige correrse de las reglas
establecidas por la sociedad a sabiendas del daño que puede causarle a
los otros es porque sabe o al menos intuye que con eso va a salir
“ganando”. ¿Y por qué se da esto? Porque hemos constituido una sociedad
donde se premia al corrupto. A la “viveza” la vemos como un rasgo de
inteligencia, como un don para la supervivencia en un ambiente donde
todos los que nos rodean buscan sobrepasarnos. “Estar despiertos”,
“avivarse”, “sacar tajada”, “ser pillo” y otras tantas frases más se
convierten en eufemismos perfectos para hablar de corrupción sin
sentirnos identificados con ella.
Así, entonces construimos una doble
moral que nos nubla hasta la propia razón para entender que muchas veces
nuestro obrar no está tan lejano del de aquellos que señalamos como
corruptos irreversibles.
Por supuesto que quien con su actuar
corrupto perjudicó a todo un país deberá hacerse cargo de ello y
responder ante toda la sociedad, pero también es cierto que si no
asumimos nuestra responsabilidad ante nuestros propios actos corruptos y
ante nuestro aplauso a aquel que obtuvo alguna ventaja por serlo, no
sólo estaremos cada vez más lejos de eliminar la tan famosa corrupción
sino que además estaremos haciendo de la hipocresía una filosofía de
vida.
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