“Nada llega al intelecto que no haya pasado antes por los sentidos”,
dijo Aristóteles cientos de años a.c, cuando el entretenimiento digital
ni siquiera era una quimera.
El perfil del espectador digital actual dista mucho del analógico del
pasado. Básicamente porque la manera de acceder al contenido ha
cambiado. Hasta no hace mucho, los televidentes accedían a las ficciones
según lo dispusieran los programadores en la grilla televisiva. Las
ficciones tenían un formato de emisión diario o semanal, por lo que por
más fanatismo que provocasen siempre pasaba un tiempo prudente entre un
episodio y el siguiente.
El televidente analógico consumía, incluso
fervorosamente, pero su potencial “adicción” estaba condicionada por los
designios del programador, por un otro que imponía formatos, horarios y
hasta tandas comerciales. El “tiempo muerto” acompañaba el visionado,
aumentando la expectativa entre los televidentes, pero fundamentalmente
permitiéndoles reflexionar sobre lo visto. Aquél televidente analógico
tenía la “digestión televisiva” obligada.
Poco parece haber heredado el espectador digital del modelo
conformado por décadas de televisión lineal. La posibilidad de acceder a
programas de aquí y de cualquier parte del mundo en cualquier momento y
a través de distintos dispositivos modificó la experiencia de ver y,
por tanto, también el perfil del usuario.
El consumo de series en
formato maratónico, durante horas y sin interrupciones, acabó
definitivamente con el “tiempo en blanco” que imponía el modelo
tradicional. Cada cual se pudo trasformar en su propio y despota
programador, en un sueño hecho realidad pero que en la práctica corre el
riesgo de esconder un engaño: también construye su propio espectador
adicto, de consumo voraz e impaciente, sin otro límite que el que impone
el sueño o las obligaciones.
Ese mundo anómico está configurando un
nuevo sujeto vidente, atraído por mucho más que cuestiones artísticas.
Hay procesos cerebrales que también intervienen en el voluminoso consumo
de series actual.
“La dopamina es un neurotransmisor que el cerebro segrega cada vez
que algo nos da placer, o cuando imaginamos la posibilidad de que ese
placer se materialice. El cerebro segrega dopamina de antemano y activa
conductas, motivación y deseo por aquello que podés consumir, sea una
torta, la compra de ropa o de un capítulo de una serie.
Hay una
activación que te lleva a buscar la recompensa”, le explica a PáginaI12
Federico Fros Campelo, ingeniero e investigador de los procesos
cerebrales, autor de El genio que llevamos dentro: innovación como nadie
te enseñó. “Las series y sus nuevas maneras de consumo –detalla– están
todo el tiempo proponiendo un consumo inconcluso.
Ese capítulo que deja
cabos sueltos con la intención de que quieras ver el siguiente están
segregando dopamina y la persistencia hasta el final de la temporada de
querer ver más y más. La absorción de dopamina en el cerebro funciona de
la misma manera que una adicción. La diferencia es que la de las series
es una adicción sin sustancia. Pero sus fundamentos son los mismos. Las
llamamos adicciones conductuales, que se verifican sobre los medios
digitales”.
La adicción conductual que generan plataformas como Netflix, Hulu,
Amazon o HBO Go no pareciera ser obra exclusivamente de la calidad de
las propuestas. Cada uno de los servicios on line tiene estudiado al
detalle el perfil de cada uno de sus clientes, segmentados según sus
preferencias, a partir de la monitorización de sus audiencias.
Netflix,
por ejemplo, ha identificado un total de 1300 comunidades de gustos
entre los 130 millones de clientes dispersos en los 190 países en los
que tiene presencia. Una big data que los servicios de video on line
utilizan no solo para producir series a medida de cada uno de los
segmentos reconocidos, sino también para personalizar y volver más
eficiente la “experiencia de sentidos” que buscan diseñar cada vez que
alguien usa sus plataformas.
“Una cosa que no debemos dejar pasar por alto es que Mark Zuckerberg,
el fundador de Facebook, por ejemplo, estudió psicología además de
programación”, afirma Natalia Zuazo, la directora de la consultora Salto
y autora del libro Los dueños de Internet. “En los equipos directivos
de las plataformas y las redes sociales no sólo hay desarrolladores de
productos y especialistas en marketing: también hay psicólogos que
estudian y trabajan sobre el efecto adictivo de los servicios que
brindan. Todas las empresas ponen juego estrategias psicológicas que
tienen como único fin la permanencia el mayor tiempo posible de los
usuarios en sus redes”, subraya la periodista.
La pregunta que parece necesaria hacerse en tiempos de plataformas encantadoras de usuarios es si se están construyendo espectadores más libres y críticos que los de antaño. O si, en realidad, están produciendo una generación de consumidores más adictos y pasivos, siendo rehenes de la tecnología. ¿Puede haber real voluntad de elección cuando, ni bien finaliza un episodio de la serie que está viendo, el usuario se topa con un reloj en cuenta regresiva que le da 10 segundos para decidir ver o no el capítulo siguiente, como sucede en Netflix? ¿O cuando YouTube carga automática e inmediatamente el próximo video relacionado al que se acaba de ver? ¿Hay mayor libertad de elección en la era digital? El tipo de consumo maratónico, ¿responde a una “necesidad” propia de seguir viendo más o es creada, guiada y estimulada por la tecnología?
“Hay múltiples tipo de consumo en la actualidad”, analiza Santiago
Marino, doctor en Ciencias Sociales, magister en Comunicación y Cultura y
licenciado en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). “El consumo
maratónico –señala– es un elemento que hoy está más disponible pero que
antes estaba programado, como los maratones de Los Simpson, que
habilitaban esa posibilidad sin que el receptor decidiera en que momento
lo ve.
No es que el consumo ahora solo es maratónico, voraz e
impaciente. Está esa forma de consumo, irreflexivo, pero también el que
está segmentado y mira solo lo que le interesa y reflexiona sobre lo que
ve participando en foros. Lo que sucede, por ejemplo, en torno a Game
of Thrones, que tiene espacios de discusión y podcasts como los que hace
Posta.fm, que se estrenan no bien termina el último episodio para
discutir sobre lo visto. Hay una combinación de consumos: el voraz e
impaciente, que solo consume, y el que aún siendo maratónico discute y
conversa sobre aquello que consumió”.
¿Y qué pasa con aquellos que siendo rehenes del visionado maratónico
no pueden ejercitarlo porque sus series favoritas siguen emitiéndose
semanalmente? ¿Cómo reaccionan ante ese impedimento los millones de
fanáticos de todo el mundo de Game of Thrones, Better Call Saul o The
wlaking Dead? “La insatisfacción genera un exceso de dopamina, que con
la acumulación se transforma en adrenalina y noradrelanina, las hormonas
del stress.
El exceso de deseo termina generando nerviosismo, stress y
ansiedad. El que espera desespera es un dicho popular pero que tiene
razón de ser en procesos cerebrales y neuroquímicos”, reconoce Fros
Campelo.
La manera en la que se consumen las series en estos tiempos, y sus
efectos sobre la recepción, no es el único aspecto a tener en cuenta a
la hora de pensar el perfil del usuario que está moldeando el nuevo
modelo audiovisual. La utilización de los algoritmos también plantea
otras inquietudes, en tanto las compañías personalizan sus mensajes y
las sugerencias de series o películas para ver en función del historial
en el consumo de cada usuario.
Esos modelos predictivos que ponen en
práctica las plataformas podrían llegar a construir usuarios cada vez
más fijados en sus intereses y preferencias, reafirmando sus gustos una y
otra vez, atentando contra la posibilidad de conocer nuevos lenguajes,
otros universos. Un modelo que, en la búsqueda de la eficiencia, produce
no solo contenidos estandarizados sino también espectadores (y
ciudadanos) estandarizados.
“Los algoritmos lo único que hacen es forzar a ver más de lo que nos
gusta”, subraya Fros Campelo. “Netflix, por ejemplo, tiene algoritmos
que recomiendan aquello que ya vimos en nuestro historial de usuarios.
Lo mismo sucede en YouTube, Instagram y en el resto de las redes
sociales. Lo que se recomienda es más de aquello que te gusta.
Entonces,
la permanente exposición a contenidos semejantes hace que desde tu
procesamiento cerebral tengas la impresión de que el mundo orbita
alrededor de aquél contenido que a uno le gusta, sin tener noción de que
hay infinidad de otras alternativas. Esta tecnología se puede combinar
con un fenómeno de nuestro procesamiento mental que se llama sesgo de
disponibilidad, que le hace creer a nuestra mente que solo lo que vemos
es lo que está disponible en el mundo”, explica el autor de Mapas
emocionales.
El riesgo algorítmico de darle al usuario lo que el usuario quiere,
todo el tiempo, es el de moldear usuarios predecibles, a los que se les
da más de lo mismo. “La periodista y psicóloga social Aleks Krotoski,
autora de la revolución virtual, me dijo alguna vez que los algoritmos
produce un efecto anti sedentipia, que es el efecto de encontrar cosas
inesperadas.
Ese efecto anti eureka, de limitar la posibilidad de
descubrir cosas nuevas, es la consecuencia del condicionamiento
algorítmico. Las redes sociales crean burbujas sociales, en el mejor de
los casos, e individuales, en el peor. Las recomendaciones mainstream
basadas en lo que todos están viendo y en nuestro propio historial
atenta con la posibilidad de encontrar cosas nuevas.
El usuario digital
debe ser consciente de ese efecto y no encerrarse en la burbuja. ¿Cómo
se hace? No mirando solamente una plataforma, leyendo recomendaciones
por fuera del mundo digital. No porque Netflix no sea interesante, sino
porque Netflix no es el mundo. Por suerte”, analiza Zuazo.
La lucha del espectador digital, entonces, es la de intentar no ser
atrapado por esa peligrosa burbuja algorítmica, que los quiere
predecibles y homogéneos. Este visionado, basado en las huellas
digitales que cada usuario deja cada vez que consume un contenido,
también termina condicionando la producción audiovisual.
La “intuición”
de antaño a la hora de producir contenido es reemplazada por las
estadísticas ultradesagregadas de los usuarios. ¿Y la creatividad? “Si
el consumo masivo en servicios audiovisuales online que se instala
–analiza Marino– es el que descansa en lo que nos recomienda el
algoritmo, lo que va a suceder es que será cada vez más difícil para las
novedades y productos emergentes instalarse y alcanzar un nivel de
visibilidad significativo.
Al menos hasta tanto sean comprados por la
empresa que controla el algoritmo y nos lo recomiende. No sé si va a
afectar la creatividad pero sí la posibilidad de que creaciones nuevas
lleguen a audiencias masivas.”
Encontrar la fórmula infalible, minimizar al máximo el “fracaso”, es
una búsqueda con la que todos los productores del mainstream sueñan. En
la era digital, esa obsesión encuentra más y mejores herramientas, a
partir de conocer las conductas previas de cada consumidor, pero también
del neuromarketing. “Las grandes empresas –ejemplifica Fros Campelo–
hacen estudios de neurociencia real aplicadas al marketing y al
desarrollo de producto para que esté lo más verificado científicamente
posible que el producto guste.
Por ejemplo, con electroencefalografía
miden la actividad cerebral, las ondas electromagnéticas del cerebro, en
el que verifican la activación de excitación que genera lo que vemos.
Es posible exponer al público a dos finales posibles de una serie y, a
través de estos métodos, elegir a aquél que más excitación haya
provocado.
Esto se hace, incluso, con publicidades para el Superbowl o
en los Mundiales de fútbol, que son eventos masivos en los que se
estrenan anuncios con mucho impacto”.
Entre la adicción que alimenta el consumo maratónico, el modelo
prefabricado que impone la aplicación de los algoritmos y la
neurociencia aplicada al marketing, el espectador digital se enfrenta al
desafío de que el Homo Videns no se fagocite al Homo Sapiens.
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