Fue elegida por octavo año consecutivo como la mejor universidad de Iberoamérica. Un repaso por las políticas que llevaron a ese logro.

Esta semana se conoció una gran noticia para el sistema de educación pública de Argentina: la Universidad de Buenos Aires confirmó su reconocimiento internacional al alcanzar el 67° puesto en la última edición del Ranking QS Global. Con este resultado, mejoró 142 posiciones desde el 2014 -año de inicio de mi gestión como rector de la institución- y se consolidó como la mejor universidad de Iberoamérica.

Aunque los rankings son siempre un motivo de controversia, las evaluaciones internacionales constituyen un indicador de relevancia para la comunidad educativa por un motivo doble. Por un lado, estudiantes, docentes e investigadores toman muy en cuenta estas mediciones al momento de decidir dónde desarrollar o continuar sus trayectorias académicas. Por el otro, las empresas suelen tener presente estos rankings como un criterio para medir la calidad de los graduados de las distintas universidades. En definitiva, a pesar de que la realidad es siempre más compleja, estas evaluaciones suelen ofrecer información importante sobre cómo se percibe a la UBA en el plano internacional.

En este sentido, la mejora sistemática en los rankings internacionales que experimentó la universidad es el reflejo de todos los avances hechos en los últimos 8 años en las distintas áreas de la Universidad. La recuperación del prestigio internacional por parte de la UBA es la consecuencia directa de políticas concretas, desde el mayor apoyo a programas de investigación en áreas estratégicas hasta la mejora en infraestructura destinada a la investigación, pasando por la renovación de la oferta académica y un mayor énfasis en la transferencia de tecnología desde la universidad hacia el sector privado.

Me permito, en este punto, contar una anécdota particular que ilustra este proceso de crecimiento institucional. En 2014 me reuní con Miguel Galuccio, entonces presidente de YPF. En aquel encuentro, surgió una inquietud de su parte: el país estaba formando muy pocos ingenieros en petróleo, una especialización cada vez más demandada en la Argentina. Con ese diagnóstico presente, empezamos a darle forma a lo que terminó siendo la nueva carrera en Ingeniería en Petróleo, creada en 2015. Hoy, siete años después de aquella innovación, la carrera de grado está evaluada entre las mejores 50 del mundo y este mes está entregándole el título a sus primeros cuatro graduados.

La anécdota resulta especialmente importante porque muestra un círculo virtuoso entre universidad, Estado y sector privado y grafica cómo la UBA, en los últimos años, logró renovarse y adaptarse al nuevo contexto, siempre con el objetivo de servir a los intereses y necesidades de su comunidad, sin cuyo esfuerzo y apoyo nada sería posible.

Desde 2014, la UBA inició una etapa de vertiginoso crecimiento institucional. Pudimos renovar la infraestructura edilicia, con la realización de obras emblemáticas como Cero+Infinito, el Centro de Protonterapia y la renovación integral de la totalidad de las Cátedras de Odontología y las nuevas sede de Filosofía y Letras y Psicología. Pudimos recuperar el prestigio internacional con la creación de nuevos centros de cooperación, la multiplicación de programas de movilidad para estudiantes, docentes e investigadores y la coordinación de alianzas de primer nivel académico como la Alianza U7+. Pudimos poner a la UBA al frente de las necesidades y demandas de nuestra sociedad con una actualización de nuestra oferta académica, que incluyó la modificación de 71 planes de estudio y la creación de 8 carreras de grado.

Esas políticas permitieron que la UBA sea hoy la única universidad pública, gratuita y masiva en el top 100 global. Estos logros son un motivo de orgullo colectivo porque representan, en esencia, los logros de la educación pública, un pilar fundamental del contrato social de los argentinos.

 

 

 

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