Los líderes latinoamericanos de la década pasada sufren hoy los graves, como ilegales embates, de una Justicia corporativa y funcional a los intereses de la ultra derecha.

En el siglo XXI, cuando el neoliberalismo globalizado parecía imbatible, en los países integrados en Sudamérica, un grupo de presidentes demostró que, con la política, un mundo de bienestar para las mayorías era posible.

Llegaron al poder respetando todas las reglas del juego democrático que las potencias de Occidente dicen defender. Presidentas y presidentes fueron elegidos y reelegidos con una avalancha de votos que, como mínimo, duplica la cifra que conquistan los líderes de la Casa Blanca o los primeros ministros europeos. 

Consiguieron logros extraordinarios: sacaron a millones de sudamericanos de la pobreza; desendeudaron sus países; obtuvieron el reconocimiento de la Unesco, que declaró a la región libre de analfabetismo, y de las Naciones Unidas, que la elogió como única región en el mundo sin guerras”, alcanzaron, a nivel local, logros científicos y económicos sin precedentes, y todo eso sin las crisis ni los terremotos institucionales típicos de Sudamérica. 

La etapa de gobiernos populares fue el período de estabilidad  y crecimiento más prolongado de este conjunto de países desde su nacimiento en el siglo XIX.

Ciertamente, para implementar esas políticas equitativas tuvieron que desafiar el descomunal aparato cultural que legitimaba la cultura de mercado como el único modelo económico posible y el alineamiento con los Estados Unidos, la desunión de nuestros países y el abandono de la soberanía en política exterior.

El desafío de estos presidentes al modelo depredador del conglomerado financiero y armamentista mundial y el hecho de que hayan demostrado, en la práctica, la viabilidad de los proyectos de equidad y bienestar les cuesta pagar hoy un precio muy alto.

La represalia del establishment está siendo feroz.

El pasado 11 de septiembre, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, ante la decisión judicial de proscribirlo como candidato a la presidencia, envió una emotiva carta al pueblo de Brasil en la que pide el voto para su reemplazante. “De hoy en adelante, Fernando Haddad será Lula para millones de brasileños. Hasta la victoria, un abrazo del compañero de siempre.” A pesar de no haber pruebas fehacientes de ningún delito, Lula fue condenado a doce años de prisión. 

Los jueces desoyeron también la recomendación de la ONU, que pedía se le permitiera competir en las elecciones del 7 de octubre porque aún faltan dos instancias en su juicio para saber si es inocente o no. Más aún, 40 por ciento de los brasileños quieren elegirlo presidente.

Pero, no es casualidad que todos los presidentes progresistas estén siendo perseguidos por la Justicia y que los mandatarios de genealogía neoliberal, con crímenes de corrupción probados –Michel Temer (Brasil), Pedro Pablo Kuczynski (Perú), Enrique Peña Nieto (México) o Macri,  entre otros, estén libres y  sigan gobernando. 

La ex presidenta Cristina Kirchner y Rafael Correa son perseguidos por la Justicia. El presidente boliviano Evo Morales fue acusado de tener un hijo y no reconocerlo, lo que socavó sus posibilidades de triunfar en un referéndum que proponía su reelección. Pocos meses después se supo que el tal hijo no reconocido no existía, pero ya era tarde. 

Lo mismo sucedió con Dilma Rousseff, acusada por una supuesta irregularidad administrativa y llevada a juicio político en 2016. Al poco tiempo, la fiscalía brasileña determinó que “no hubo delito” y ordenó archivar la investigación. Era tarde, el Congreso de Brasil ya había votado su destitución.

Lula es un claro ejemplo de lawfare, es decir, alguien que es víctima del abuso de la ley con fines políticos. Se trata de un nuevo campo de ensayo en Sudamérica que podría ser utilizado luego en otras partes del mundo. La violencia de la ley sustituyó la violencia de las armas. Ahora con estos procesos judiciales se ataca la dignidad de las personas, se las borra, se las quiere desaparecer.

¿Cómo opera el lawfare? : Los medios de comunicación, incluyendo las redes co la utilización de trolls,  y el Poder Judicial, alternado en algunos países con el Legislativo, son su columna vertebral. Primero se filtra a la prensa un supuesto delito y se publican, todos los días y a todas horas, sospechas o noticias falsas que involucran al enemigo político. 

Este bombardeo mediático crea una sensación de presunción de culpa. 

Finalmente, esas noticias falsas se toman como base para realizar investigaciones policiales y demandas judiciales. Mientras tanto, en la opinión pública se consolida la idea de que el sospechoso es culpable y que la Justicia actúa con "equidad", y no comprada, como realmente es.

El caso de Lula –la forma en fue llevado a la cárcel, los castigos a los que es sometido, como la prohibición de hablar y las condiciones de aislamiento mucho más degradantes que las de cualquier asesino común o genocida de la dictadura, ha despertado cierta conciencia en gran parte del pueblo brasileño que lo quiere de presidente en 2019, aunque eso, por el momento, no será posible.

Esta etapa en Sudamérica de alta agresividad contra los líderes populares tiene dos objetivos: por un lado, la restauración e imposición total y definitiva del modelo neoliberal salvaje, y, por otro, la demonización y descalificación de los dirigentes y de sus políticas sociales para que nunca jamás regresen.


Este es otro aspecto de los nuevos ensayos de laboratorio que se están realizando en Sudamérica y de los que tenemos que estar muy alertas. Se trata del atropello al sistema institucional y el ninguneo al Estado de derecho. 

Prueba de eso son las transgresiones a las reglas de la democracia que ha realizado el presidente estadounidense Donald Trump desde que asumió el poder. Pero también hay que estar alerta sobre los cambios que busca Macri en la ley que diferencia Defensa y Seguridad para las Fuerzas Armadas argentinas. 

Para quienes implementan esta nueva política, todo aquello que no ha sido explícitamente articulado en la ley puede ser transgredido. No hay límites que no puedan ser obviados si el poder quiere obtener un resultado. 

Así se pueden destruir todos los principios de la política y dañar también, los pilares de la democracia, como la libertad de expresión, la independencia de los distintos poderes, el valor del voto y el estatus quo constitucional del derecho de los ciudadanos.

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