Cuando emergieron las redes sociales muchos pensaron que se convertirían en herramientas potentes para garantizar la democracia, el acceso a la información y la pluralidad de voces. Sin embargo, hoy entre la marea de “memes” e insultos cruzados pareciera que el sueño republicano fue sólo una fantasía fugaz.

Sin embargo, cada día que pasa las redes sociales cobran un mayor valor tanto económico como social. Sus usuarios se ven más involucrados en ellas y hasta hay quienes logran obtener grandes réditos debido a sus participaciones.

Así pues, en una ficticia semejanza al ágora de los griegos, nosotros tenemos hoy este espacio digital que nos promete el tiempo y lugar para decir lo que nos venga en gana, interactuar con los otros y, tal como se ha puesto de moda, mostrarles por qué están equivocados en todo.

Si para los antiguos griegos era condición absoluta ser hombre libre para poder participar, en las redes sociales la condición se replica de otra forma: tener una opinión sobre todo lo que se esté hablando.

De esta manera, para participar de esta red inmensa de voluntades se presenta como necesario tener siempre algo que decir sin importar el tópico en cuestión. De hecho se ha vuelto tan importante el concepto de “opinión” que se ha constituido como ofensa grave no manifestar respeto absoluto por ella, aún cuando el contenido de la misma puede verse sobre el deseo de desaparición de todos los que no se ajustan a ella.

Ahora bien, ya que realizamos la comparación con el ágora de los griegos, es interesante recalcar cómo para la filosofía de Platón la opinión –doxa- estaba en el lado opuesto del conocimiento de lo real. Ya Parménides había manfestado la oposición entre “la vía de la verdad” y la “vía de la opinión” constituyendo esta última el camino de lo falso. Para la filosofía platónica la opinión es lo engañoso, es aquel conocimiento que se queda en la superficie sin poder llegar a entender la realidad subyacente.

¿Cómo caracterizar entonces a la opinión? Quizás como un juicio no argumentado sobre la realidad basado en impresiones rápidas y superficiales. Desde este punto podríamos asegurar entonces que la historia de la filosofía se basa en desterrar la doxa para llegar a la episteme, el conocimiento de lo real. Claro que para alcanzarlo hará falta estudio, reflexión, diálogo y argumentación.

Pero ¿hay tiempo para todo esto en las redes? Con su velocidad la opinión ha sido capaz de ganar un espacio hasta ahora indisputable. Tal vez a la mayoría de los tuiteros y las tuiteras bien le cabría la definición que Platón daba sobre los que él llamaba doxóforos “aquellos cuyas palabras en el Ágora van más rápidas que su pensamiento”.

¿Por qué habremos sucumbido ante la seducción de la opinión en las redes sociales? ¿Por qué el convencimiento de que tenemos que tener una opinión sobre todo y, además, debemos publicarla? Aunque se vuelva imposible tener una respuesta última para resolver estas cuestiones, tal vez el deseo humano de pertenencia y reconocimiento pueda explicar esta conducta. Cuando la aceleración del mundo nos empuja a tener que opinar antes que argumentar, quien no lo hace queda afuera. ¿Cómo ganar likes o retuits si no hablamos de lo que se está hablando?

Así pues en esta vorágine configurada por hechos, noticias, voces y gritos, pareciera que sólo es reconocido el que se mueve más rápido, el que vocifera más fuerte. Si el fin es ser reconocido por los otros entonces la opinión es el medio más adecuado y, por lo que se puede observar, el reconocimiento justifica las opiniones.

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