Dentro del Gobierno conviven dos programas económicos: el firmado con el Fondo, y el que trata de compensar los resultados de dicho programa.

El jueves se conoció la tasa de variación del Índice de Precios al Consumidor, correspondiente al mes de abril, que elabora el INDEC: “la tasa de inflación” para los amigos.

Si bien se presentó un dato levemente inferior al de marzo, pasó de 6,7% al 6%, la lectura desagregada contradice los argumentos esgrimidos, hasta aquí, por el Gobierno, para justificar este nuevo escalón inflacionario en el que estamos.

En efecto, el Gobierno atribuye a los precios de los alimentos, empujados por la situación internacional, y a las variaciones estacionales de algunos rubros, la responsabilidad del actual contexto de alta inflación.

Mientras tanto, la llamada inflación núcleo, que excluye a los precios estacionales y regulados, aumentó en abril más que el promedio (6,7%).

Suena mucho más razonable, por lo tanto, considerar que estamos ante una inflación de origen macroeconómico, al que se le está sumando ya con mucho ímpetu, la “inercia” propia de períodos de alta inflación.

Pero sea exógena, endógena, macroeconómica, o inercial, lo cierto es que estamos en una inflación que ya viaja cómoda a un ritmo del 60% anual y más. Y con esta tasa de inflación, la principal demanda que recibe el Gobierno es la de poner en marcha un plan antiinflacionario.

Podría aquí, para distender, contar alguna variante del chiste del genio de la botella y el deseo imposible, pero en homenaje a la brevedad, sólo voy a mencionar que, efectivamente, pedir un plan antiinflacionario, en esta situación económica y política, es pedir un imposible.

Me explico. La menor inflación registrada en algún período del año pasado tenía componentes de inflación reprimida. En efecto, durante el 2021, en el marco de un año electoral, el Gobierno ajustó el tipo de cambio oficial, por debajo de la tasa de inflación del período, y mantuvo relativamente congelados los precios de los servicios públicos, mientras expandía el gasto público financiado con emisión monetaria.

La contracara de este desmanejo macro, fue el aumento de la brecha cambiaria y la pérdida de reservas en el Banco Central.

El Gobierno en el 2021 se quedó sin el pan y sin la torta.

Aceleró la demanda, que iba a mejorar automáticamente por el fin de los confinamientos por el COVID 19, mientras reprimía los precios, con el objetivo de ganar las elecciones de medio término. Y se quedó sin reservas, desordenó aún más la macro, perdió las elecciones y dejó una “pesada auto herencia” para el 2022, que trató de moderar firmando el acuerdo con el FMI.

Pero la política económica y las metas consecuentes, que se acordaron con el FMI pretenden, precisamente, revertir lo sucedido el año pasado. Es decir, se busca que suba el precio del tipo de cambio oficial y deje de perder contra la inflación (o pierda menos). Que se ajusten los precios de los servicios públicos, para moderar el incremento de los subsidios a la energía (que igual no bajan por el aumento del precio de los combustibles importados – aquí sí juega la invasión de Rusia a Ucrania-). Y que suba la tasa de interés para alentar cierta demanda de activos denominados en pesos, presionando sobre la brecha cambiaria y facilitando así la recomposición de reservas del Banco Central.

Dicho de otra manera,el prograa firmado con el FMI es para acelerar la inflación.  En este programa, las eventuales “anclas” (lo que tiene que “bajar”), son el déficit fiscal y la expansión monetaria. Pero sucede que parte del truco para que baje el déficit fiscal es la recaudación del impuesto inflacionario, por el lado de los ingresos (aumenta la recaudación nominal de impuestos atados a los precios) y la licuación, por el lado del gasto.

El programa con el Fondo consiste, entonces, en “desreprimir” algunas variables claves, y acumular reservas, mientras que la política monetaria y fiscal, se endurecen para evitar que ese proceso desemboque en una inflación más descontrolada aún.

Instrumentar este programa requería el respaldo político de la coalición gobernante, para bancar el ajuste implícito derivado de lo antes descrito. Sin embargo, el kirchnerismo duro se opuso y opone a esta política, mientras el kirchnerismo blando en el gobierno intenta evitar las consecuencias de su propio programa, para “mostrarle” a la oposición interna, que no hay ajuste.

El dólar oficial aumenta, pero por debajo de la inflación. Las tarifas suben y subirán, pero menos de lo necesario, el gasto público se licúa mucho menos, con aumentos salariales y bonos en jubilaciones y planes sociales. Los salarios privados aumentan con ajustes cada vez más frecuentes. La política monetaria se “afloja” por la emisión para pagar los intereses de las leliqs, y financiar el déficit fiscal. Las reservas crecen casi nada, porque hay que financiar importaciones de energía y de las otras. Y la deuda pública se coloca cada vez a plazos más cortos y en pesos indexados.

Otra vez, el peor de los mundos, ajustes por la mañana y desajustes por la tarde.

Con este panorama, no hay plan antiinflacionario posible.

Es cierto que la propia desaceleración de la economía producto del racionamiento de dólares para importar y los efectos sobre el consumo derivados de la reducción de los subsidios a la energía, y de salarios corriendo detrás de los precios, (aún con mejoras periódicas) pueden, por naturaleza, obligar a moderar los aumentos de precios para poder vender y financiar el giro del negocio de muchas empresas y sectores. Pero no es menos cierto que la incertidumbre en torno a la posibilidad de reponer stocks, por falta de dólares, y con las presiones de aumento salarial más frecuentes, hagan que muchos opten por aumentar los precios y “operar” con descuentos, cuando necesiten vender. Más en el marco de la suba del tipo de cambio oficial y tarifas.

Pronto habrá que recalibrar el acuerdo con el FMI. Por ahora, el staff pretende profundizar las políticas para mantener las metas, mientras el Gobierno quisiera, bajo la excusa del cambio en la situación internacional, modificar las políticas y las metas.

Veremos lo que surge de esa discusión que será determinante para definir los próximos meses.

Pero ya sabemos que, por el momento, la reducción de la tasa de inflación que se puede esperar, en este marco, es mínima, y que la demanda de un plan antiinflacionario seguirá pendiente.

 

 

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